Andre Cruchaga

La plaza

Allí se erigieron estatuas de bronce;
nacieron junto a las ciudades como proclama.

En sus cabezas montan guardia los pájaros;
en el cuerpo se escriben promocionales de todo tipo.

Durante la noche, la fiebre de la orina las invade;
mientras las aceras se inundan de murmullos dolientes.

No puedo explicar cómo esta plaza, Daphne,
se la come la simplicidad de las pasiones,
el ruido loco y torturante de los autobuses
o la neblina espesa de las mentiras pululando
en la aurora.

Hoy las cosas, tienen una penumbra invernal:
nadie tiene la certeza de tener los párpados abiertos,
nadie deja de tropezar con los escombros del insomnio,
nadie abre ventanas para ver los pañuelos del firmamento.

El amor envejeció más luego que el sexo:

Enmoheció de bostezos, violencias y tristeza.

Presumo que ahora ya no hay eternidades para el futuro.

Mira tú el agobio desnudo de la vida
y la embriaguez onírica de la oruga:

Hoguera ceremonial en las sienes borrosas del final.

La plaza está ahí, viviendo sombras de memoria
y mordiendo conciencias íngrimas sitiadas por la neblina
filial de la basura y la fatiga lenta de tantos cadáveres.

Bajo su intrépitosa ceniza mírate, Daphne.

El tiempo se nos va fugazmente en golpeadas alianzas;
de repente el respiro fiel de las aceras se acaba
y el aliento, despunte de la pasión, gotea
su hollín en los pómulos hasta cegar paisajes.

Allá, al fondo, arde la herrumbre de lo anónimo
y las pesadillas filosas del calendario…

(De Pie en tierra)